Mientras los cardenales alertan diariamente contra el laicismo, y el sumo teurgo condena por decreto la inseminación artificial, el empleo de embriones, el uso del preservativo y las bodas entre homosexuales, los obispos, demasiado ocupados en ocultar los escándalos y abusos de sus subordinados, reciben gozosos a los nuevos movimientos neogóticos que comienzan a definirse como la masa activa y protagonista de la Iglesia sufriente.
Y es que entreven, por los resquicios de una época que ya no les comprende, una inmediata y cercana Iglesia triunfante, la novísima era del Paráclito emplumado que, siguiendo el milenarismo profético de Joachim de Fiore, transmutará el mundo y provocará el descenso apocalíptico de la Jerusalén Celestial.
Hace pocos días, el gurú Kiko Argüello, iniciador del Camino Neocatecumenal, habló en la plaza de San Pedro durante el encuentro de Benedicto XVI con los nuevos movimientos. A los obispos europeos y a sus aguerridos acólitos, tras aleccionarles con las amenazas de la destrucción de la familia y la secularización de Europa, les habló de los nuevos carismas, y les recordó que la Iglesia está siempre en combate contra la bestia. Continuó literalmente así:
Mientras la humanidad da un giro hacia una nueva era, tareas de una gravedad y amplitud inmensa esperan a la Iglesia, como en las épocas más trágicas de la historia. Se trata de confrontar al mundo moderno con las energías vivificantes y perennes del Evangelio. El Papa Juan XXIII supo profetizar la «era nueva», la posmodernidad, el ateísmo visible, en que estamos sumergidos. Tenemos que comprender que sólo el Cordero degollado vence a la bestia.
La alucinante doctrina de los infiernos, con sus visiones macabras y sus inimaginables suplicios, no es más que la racionalización teológica de un arma de disuasión, basada en la necesidad y en la prueba de una justicia divina implacable. Comprendamos que, para los funestos ideólogos del catolicismo, resulta complicado ya que su audiencia experimente terror ante ese fantástico auto medieval que han representado durante siglos.
A efectos estratégicos, resulta sin embargo más coherente y eficaz una traslación del símbolo a la realidad, la proyección sobre el adversario de los más espantosos contenidos de su hirviente imaginación. La bestia, siempre multiforme y adaptada a los diversos miedos que han inculcado históricamente desde el púlpito (a la carne, al hereje, al luteranismo, al comunismo, al racionalismo, a la disgregación de la familia, a la increencia, al relativismo...) aparece eternamente enfrentada al Cordero degollado, que acumula y resume en sí los paranoicos conceptos de salvación personal, de mensaje eterno, de elección y compromiso, de sentido de la vida y de tantas otras fórmulas confusas tras las que disimulan, los teólogos, su avidez de sangre y de dominio temporal.
Materializando así el espíritu maligno de sus pesadillas en formas concretas, definidas, que desde su propia y extraña perspectiva se apodera de los hombres y les sitúa al otro lado, los nuevos cruzados de la fe pueden justificar en público su papel de parásitos, señalando con el dedo a cada nuevo adversario, a cada nueva potencial amenaza. El mecanismo, la técnica, es muy antigua...
Uno de los mayores logros del idealismo es su capacidad de transformación, su carácter mimético. Elabora abstracciones metafísicas, les otorga primacía ontológica sobre la materia, y luego las hace descender hipostáticamente sobre las desprevenidas cabezas de la plebe. El entretenimiento platónico de las Ideas, su constante vaivén arriba y abajo, parece haber hipnotizado desde siempre a los hombres. Abducidos por una mística de la irrealidad, por complejas construcciones psicológicas fabricadas ex-profeso, adquieren los creyentes un código moral adecuado a las necesidades de la ideología a transmitir y de sus necesarias adaptaciones.
De este modo, que exteriormente aparece como burdo y simplista, la demonización del otro, de aquel que no milita en sus ejércitos, del salvaje incapaz de sentir temor de Dios y que habita en los márgenes de su imaginario mundo, se convierte en una práctica usual y adquiere rasgos casi permanentes.
Hoy se ha comprobado con claridad: han hablado abiertamente de la existencia de elementos marginales, de grupúsculos que incitan a la violencia contra el santo Padre, de radicales de ultraizquierda, de microasociaciones y minipeñas de perjuros, calumniadores, blasfemos, promotores de la homosexualidad e intolerantes que amenazan al Papa y que piden el boicot a su visita.
Los teócratas señalan, discriminan, definen, identifican de nuevo a la bestia, al no-dios, al espíritu del mundo. ¿Le temen? ¿le odian? ¿le necesitan para subsistir?
¿O simplemente se trata de una distracción en la estrategia de un ataque dirigido a adversarios más poderosos? En cualquier caso, parece que su desprecio y su rabia contenida les ha jugado esta vez una mala pasada. La astucia secular del clero se derrite en conatos de autodefensa que se advierten casi desesperados.
Ante la perspectiva de más de un millón de iluminados, cruzados, legionarios, vírgenes, numerarios, catecúmenos, adoradores de vísceras y artistas del espíritu; ante la visión gloriosa de su icono extendido como un yugo en cientos de miles de cuerpos; ante la magnificencia de una ceremonia mágica multitudinaria y vistosa, para cuyo éxito mediático la mejor política frente a la disonancia popular sería el prudente silencio, incurren, los organizadores del EMF y los ejecutivos del Vaticano que les inspeccionan, en el error de atravesar la línea de tiro del No t'esperem y de servirles en bandeja una denuncia por injurias y calumnias.
La fuerza colectiva no domesticada, ese monstruo de mil cabezas que encarna para ellos el mal, puede ocasionalmente darles un zarpazo.
Sin embargo, quizá convenga otra táctica de guerra. Permitirles el empleo inmoderado de la mentira, provocar su ira de forma elegante, ponerles en evidencia, desenmascarar la mugre que ellos llaman caridad cristiana e iluminar las sombras bajo las que se arrastran. Dejar que sus errores y su intransigencia aparezcan a la plena luz del día, que el infinito amor que dicen sentir por su rebaño brille piadosamente como una úlcera abierta.
En el fondo, el propio discurso por ellos utilizado bastará para su inevitable crucifixión pública. Ni siquiera la bestia tendrá necesidad de desempeñar un pequeño papel secundario en este Apocalipsis.
Robert Conner Shared THIS!
Hace 5 días
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ResponderEliminarRespeto tus comentarios, creo que tambien deberias respetar el de los demas, veo que los suprimiste, es obvio que lo que te mueve es la rebeldia, eres ateo, bien, yo catolico, no te exijo respeto por el Santo Padre, porque no se puede esperar mas de alguien que no cree en Dios, lo unico que dijo es que es triste no creer en algo bueno,¿como ves tu mañana?
ResponderEliminarEstimado católico anónimo: los comentarios que he eliminado en el blog eran pura basura publicitaria, nada más. Respeto profundamente la libertad de
ResponderEliminarexpresión, incluso la de los intransigentes. Y, por supuesto, la rebeldía me parece una virtud mucho más humana y atractiva que la sumisión y la obediencia, como habrás observado. Pero no es solo la rebeldía lo que me mueve
a escribir y a promocionar el despertar del movimiento ateo.
Dices que el "Santo Padre" no hizo más que lamentarse, compasivamente, de quienes no creen en algo "bueno". ¿Podrías, por favor, ser más concreto y
aportar la cita a la que te refieres? He releído la entrada y no consigo localizarla.
¿Mi mañana? Ah... Mientras siga vivo, intentaré ser feliz y no joder al prójimo. Cuando muera, el tiempo borrará mi recuerdo.
Salud...