21.11.07

El obispo pidió "perdón"

Cuando vemos que la prensa bienpensante aplaude las tibias disculpas de Ricardo Blázquez, que no son tales si leemos atentamente el discurso pronunciado ayer ante la Asamblea Plenaria, y en los titulares se nos martillea con el timo de que "la Iglesia pide perdón", no puede evitarse un dolor que nos recorre la médula, un escalofrío que rima con las viejas pruebas de fe, con el fuego purificador, con las voces totalitarias, con el temblor de los condenados y con el castigo eterno del rojo y del ateo.

No, lo de Blázquez no han sido palabras de perdón, sino de oportunismo, hipocresía y calculada estrategia ante las elecciones internas a la Presidencia de la CEE. Forzando el asombro del sector ultra, apareciendo al estilo de una reencarnación taranconiana que reivindica descaradamente rasgos democráticos, Blázquez quiere dejar la Presidencia envuelto en un halo de pacificador, desfilando como el obispo más comprometido con las virtudes de la convivencia, la tolerancia y la pluralidad. Sus reflexiones podrán engañar al poco avisado, pero para refutarlas basta con tomar el término "memoria" no como la melancólica imagen de un recuerdo personal, sino en tanto que una necesaria y saludable práctica de supervivencia colectiva.

¿El ejercicio a abordar? Releer, sencillamente, el discurso con el que el cardenal Vicente Enrique y Tarancón inauguró la XXIII Asamblea Plenaria del Episcopado, el 15 de diciembre de 1975. Poco menos de un mes había pasado desde la muerte de Franco. El tan alabado "Cardenal aperturista de la transición", admirado aún por la izquierda domesticada y denostado por la jauría del régimen, se expresaba por entonces así:

“Una figura auténticamente excepcional (Franco) ha llenado casi plenamente una etapa larga –de casi cuarenta años– en nuestra Patria. Etapa iniciada y condicionada por un hecho histórico trascendental –la guerra o cruzada de 1936– y por una toma de postura clara y explícita de la jerarquía eclesiástica española con documentos de diverso rango, entre los que sobresale la Carta Colectiva del año 1937 (…) La jerarquía eclesiástica española no puso artificialmente el nombre de Cruzada a la llamada guerra de liberación: fue el pueblo católico de entonces, que ya desde los primeros días de la República se había enfrentado con el Gobierno, el que precisamente por razones religiosas unió Fe y Patria en aquellos momentos decisivos. España no podía dejar de ser católica sin dejar de ser España.”

Ricardo Blázquez homenajeó ayer en su discurso "rupturista" a aquel que, mostrando igualmente una postura moderada –tal como claramente se desprende de su discurso-, supo diseñar un plan de adaptación que evitó el aislamiento de la Iglesia tras cuarenta años de nacional-catolicismo. Los obispos más radicales también se mostraron en su momento contrarios a secundar posiciones “democráticas” cercanas al camaleonismo político del Concilio Vaticano II (los integristas no son precisamente un subproducto de la postmodernidad). Pero los aparentes aires renovadores que en aquel momento algunos insuflaban en la enrarecida atmósfera eclesiástica no eran más honestos que las cacareadas disculpas de Blázquez por las "acciones concretas" de la gran Secta. Guárdese, pues, sus excusas para la intimidad.

Mucho más coherente con la política diseñada en Roma es la línea seguida por Rouco y Cañizares, los abanderados del mayoritario sector nostálgico de la Conferencia Episcopal. El providencialismo del todavía Presidente de los obispos se limitó a un tímido ensayo martiriológico, a una confesión oficiada desde las alturas clericales. Quiso neutralizar, de este modo, la explosión fascista que, en el aniversario de la “Marcha sobre Roma”, reunió a lo más aguerrido de la fauna gótica contemporánea en la Plaza de san Pedro, hace solo unas semanas. Quiso aparentar que la Iglesia está con todos, que el “amor de Cristo” abarca a todos. Pero no se desvió ni un ápice de la acusación contra la “memoria selectiva” voceada por el alto clero en las fechas anteriores a la aprobación de la triste ley confabulada en el Parlamento.

La Iglesia no hace bien en pedir perdón por ser coherente consigo, ni por haber actuado históricamente como la corporación criminal que es. No ha lugar. Es preferible oír a un Ratzinger enloquecido afirmar que la difusión del SIDA en África se debe “a una noción equivocada del matrimonio” que soportar el hipócrita y acomodaticio mea culpa de aquellos otros que tratan de hacer pasar su delirio subjetivo por una respetable sanidad democrática. Al fin y al cabo, en el núcleo de ambas estrategias se oculta el mismo cáncer y el mismo y monstruoso desatino.

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