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La lucha contra la religión no puede quedar limitada sólo a la esfera privada, como si fuera una variante más de onanismo filosófico. También ha de poder enfrentarse a ella en los campos de la política, el derecho, la cultura y la economía. Y ha de poseer inevitablemente como base una nueva cosmovisión y una nueva actitud ética, orientada a favor del hedonismo y de la vida y contra el rigorismo ascético y su pulsión de muerte.
Pero desmitificar la realidad, descristianizar radicalmente la política y la educación, en suma, reivindicar la libertad frente a la religión, es una declaración de racionalidad que tropieza actualmente con muchos desafíos.
Al preguntarnos por las consecuencias prácticas de todas las fábulas canalizadas por la religión, nos encontramos, en primer lugar, con el miedo inculcado desde la infancia, con la amenaza de catástrofes en forma de epidemias, terrorismos, rupturas nacionales o crisis económicas, que no son sino el camuflaje tras el que se oculta la realidad de la muerte cotidiana que padecemos.
Esta simulación totalitaria apela constantemente a la bendición de otros entes no menos metafísicos que la idea de “dios”: la Moral, la Patria, la Familia, el Trabajo, la Cultura, el Ejército, el Estado, la Ley, el Derecho o la Democracia, términos fatalmente escritos con mayúsculas para demonizar la autonomía del individuo y la protesta social, y para evitar que el misterio del poder quede expuesto a la luz del día como lo que verdaderamente es: un fenómeno irreal, mitológico, y sustentado por la pasiva aprobación de una humanidad sometida, condicionada e hipnotizada.
El impacto de lo irracional, que siempre posee un núcleo religioso, adopta además políticamente esquemas formales propensos a la implantación de mecanismos autoritarios de autodefensa: racismos, fascismos y nacionalismos derivan, principalmente, de otras tantas fascinaciones mágicas por la geometría y por el orden lineal.
Estas bases esencialmente abstractas de toda jerarquización, este substrato religioso de las formas de poder, favorecen el cometido de un análisis casi quirúrgico que permite determinar el carácter ilusorio de todo factor de alienación social, y así poder obrar en consecuencia.
Ante todo, es preciso comprender que toda relación apoyada en funciones, y no en individuos, se instala en el terreno de la política. Tanto las premisas del patriarcado como las que predominan en el ámbito de la productividad camuflan modelos ideológicos más amplios, siempre de raíz abstracta o imaginaria, es decir, religiosa.
Puesto que la religión es una maquinaria de creación de ficciones teóricas, de funciones sociales y de sometimiento a las directrices marcadas por los mecanismos de control, nos parece evidente que la negación radical de los supuestos básicos de la religiosidad tiene consecuencias directas en el terreno de las transformaciones sociales. Es más, cualquier ofensiva que prescinda del ateísmo como elemento básico de lucha parece estar condenada a la domesticación o al fracaso.
Consecuentemente, se deduce de ello que una actitud y una praxis libertaria conlleva implícitamente la radical negación de todo tipo de ficción metafísica, y que el ateísmo activo, al obrar directamente sobre el poso ideológico más interno de los sistemas de dominación, abre una perspectiva en profundidad a partir de la cual poder esbozar nuevas formas de resistencia e insumisión.
Podría pensarse, sin embargo, que la influencia de las organizaciones religiosas, y en nuestro contexto histórico no puede evitarse una referencia directa a la iglesia católica, se halla prácticamente en un proceso gradual de desaparición, o al menos de decadencia. Por lo que la batalla por la racionalidad sería algo obsoleto, a falta tan sólo de aguardar la aparición de nuevos síntomas de rigor mortis en los aparatos eclesiásticos, resultado del triunfo silencioso y progresivo de una concepción laicista de la sociedad.
No obstante, algunos indicios permiten concluir todo lo contrario. A pesar del obvio declive por el que en Europa se desliza el cristianismo, observable en el descenso de vocaciones sacerdotales, en la disminución de su influencia sobre las capas cultas de la población, o en las crecientes adaptaciones que la ICAR se ve obligada a asumir, principalmente en el campo de la investigación científica, los neocristianos parecen refugiarse en dos terrenos discursivos aparentemente antagónicos.
Por un lado, la mayoría de ellos se adhiere a un vago sentimiento religioso, según el cual las referencias a la dogmática clásica, ese cúmulo de contradicciones y absurdos elaborado a través de siglos de oscuridad y avalado por la tradición, pasa a un segundo plano en el orden de las prioridades para fijarse exclusivamente en un mensaje evangélico de amor y solidaridad, consecuencia precisamente de las condiciones en que se movió la izquierda cristiana durante el pasado siglo.
Por otro, el sector dominante de la jerarquía, seguido en ello por una retahíla de movimientos laicos de matiz muy conservador (Legionarios de Cristo, Opus Dei, Focolares, Neocatecumenales, etc.), fomenta en la actualidad un amplio frente reaccionario e inmovilista cuyo poder coactivo se trasluce en las directrices oficiales que, en materia de educación, de defensa de la familia, de valores de discriminación o de doctrina social, infectan a las sociedades que las padecen.
Es más, aparecen constantemente, en las declaraciones de obispos, cardenales y demás delincuentes ideológicos afines, referencias claras a una nueva situación anti-histórica que reivindica el triunfo final del catolicismo como sistema de valores inherente a una inventada identidad europea y como factor decisivo en la planificación de un mercadeo global de las conciencias.
En estas circunstancias, es perentorio difundir una conciencia de rechazo absoluto, que no subestime la capacidad de reacción de los sectores integristas del catolicismo y que denuncie abiertamente sus intenciones. Del mismo modo, también es necesario abandonar cualquier torpe referencia al “respeto” por las creencias ajenas, como si el sano ejercicio de la tolerancia debiera incluir toda la inmensa red de absurdos contenida en el programa de los monoteísmos históricos, o como si cualquier idea aberrante fuera digna de ser escuchada y tomada en serio. Es indudable que el derecho a la libre expresión prima sobre la coacción de lo éticamente impuesto, y que la crítica subversiva, aún en la forma de una agresión verbal a profetas, dioses o animales mitológicos, no puede ser jamás silenciada, y mucho menos por una supuesta primacía moral de las actitudes “conciliadoras” exhibidas por la progresía ilustrada.
Si hemos comprendido que la religión es una forma de parasitismo, y que sus sostenedores se aprovechan de esa psicosis colectiva reconfortante para vivir y reproducirse, no será vana la decisión de enfrentarse a ella y de demostrar su intrínseca debilidad conceptual y su extrema nocividad.