19.6.06

A los cristianos "de base"

Creo que fue el bueno de Bloch, en su "Principio esperanza", quien afirmó que sólo un buen cristiano podía ser ateo. Lo cierto es que no acabo de comprender las causas por las que alguien razonable puede, todavía, decirse cristiano, y mucho menos católico. Sobre todo, porque ello implica hacer caso omiso de la historia, justificar lo injustificable, resignarse a la caricatura de una Ecclesia que nunca fue lo que dijo ser y que siempre ha sido lo contrario de lo que creía ser...

¿Puede admitir todavía, un occidental moderno, todo el cúmulo de fantasías teológicas que nuestros antepasados inventaron siglo tras siglo y que han convertido en dogma de fe? ¿Qué ha pasado con la razón ilustrada? ¿Qué es el "cristianismo", si lo desgajamos de la ficción de su sobrenaturaleza? Pienso que, después del estallido existencialista de Bultmann, la teología cristiana no puede lógicamente más que redondear su periplo y negarse radicalmente a sí misma. Es decir, negar su objeto.

Queda entonces ese "ateísmo cristiano" que ya no quiere volar por las eternidades y las bienaventuranzas cósmicas, sino involucrarse en la objetividad de lo real, en la humanidad más indefensa frente al poder... Pero, entonces, lo que surge ya no es teología -Dios es la proyección del corazón humano, pensaba Feuerbach-, ni religión, sino crítica social, esperanza y fraternidad. ¿Por qué llamar aún a esto "cristianismo"?

Si lo que se pretende es descubrir el secreto del amor a través de una figura plenamente humana, ¿por qué ignorar la exégesis paleográfica, que acaba por no disponer de pruebas determinantes acerca de la existencia real de un personaje que tan bien encaja en el marco del profetismo judío y de su exigencia de liberación nacional? ¿por qué no abandonar definitivamente la teología para adentrarse en una antropología todavía poco explorada?

El problema de los textos es fundamental... Los relatos evangélicos son muy posteriores a los hechos que cuentan, y además éstos deben entenderse, con todas sus contradicciones, como leyendas de fe, es decir, como historias edificantes, destinadas a un público ansioso de soteriologías, en una época de transición. Es cierto que el análisis científico de los mismos desvela una radicalidad en términos de lucha contra la "dominación", pero ya Pablo se ocupó de imponer sus neurosis en las primeras comunidades de gentiles. El tema es complejo, aunque puede resumirse en que, no siendo en absoluto comprobables los supuestos cimientos históricos del cristianismo, lo que queda, tras veinte siglos de pura política totalitaria por parte de la Iglesia católica, es necesariamente mucha fuerza de voluntad para fijarse a una tradición religiosa a causa de un deseo intenso, humano y natural de libertad y de plenitud existencial.

En serio, que no entiendo a algunos "cristianos"... la "fe" que dicen -o decís- mantener no precisa ni de figuras históricas ni de padres celestiales. Podría explicarse neurológicamente, opino, y adherirse a otro objeto, mucho más inmediato y terreno, es decir, a la vida. Ya no responde a la tradición teológica cristiana, pero quiere recuperar las corrientes más marginales de la misma, las reinterpreta, elimina la pulsión negativa subyacente y pretende "redescubrir" un hipotético sentido original, un "evangelismo" más o menos imaginativo, más o menos dependiente de la -vuestra- imagen que cada uno se ha formado del mismo.

Comprensiblemente, aparece en los cristianos más comprometidos socialmente la tendencia a revalorizar las fuentes judías, y también a recoger la herencia de algunos movimientos contestatarios medievales, desde los Hermanos del Libre Espíritu hasta las beguinas, desde las comunidades monásticas hasta los apofáticos alemanes... Se siente la exigencia de una vida en común, de una valoración crítica de la asamblea cristiana, se niega la dirección de la jerarquía y se refuerza la idea de "experiencia", es decir, la necesidad de la práctica solidaria, la compasión y el respeto.

Pero, entonces, ¿para qué seguir llamándose cristiano? ¿en que creen ahora los cristianos? ¿por qué no ser coherentes y dar un paso más allá?

A veces, pienso que no hay más que un residual sentido de la fidelidad que provoca cierta seguridad personal.

No tiene ya mucho sentido el que defendamos y neguemos tal o cual detalle de la afirmación de la fe, o tal o cual demostración de la hipótesis "Jesús de Nazareth". Entiendo que, aunque pudiera ser demostrada con absoluta fiabilidad la inexistencia histórica de ese señor, el cristianismo podría seguir siendo un movimiento religioso. Tan sólo harían falta unas cuantas adaptaciones. El tema del Jesús histórico es muy conocido y ya se ha debatido miles de veces. No creo que valga la pena insistir; los datos existentes dan lugar a distintas interpretaciones. Pero lo que parece ser admitido por todas las partes es que la investigación descubre una curva ideológica en el fenómeno cristiano, desde sus raíces en el judaísmo tardío hasta la síntesis paulina dirigida a los gentiles.

Durante este proceso, un movimiento mesiánico de liberación nacional adquirió los rasgos de una religión universal de salvación, y los contenidos concretos, políticos, "terrenales" del mismo se transubstancializaron, recurriendo al depósito de imaginerías celestiales que se tiene a mano.

Es decir, se acudió al imaginario simbólico colectivo y se personificó a un "rey" salvador, de rasgos davídicos, pero heredero también de otras fuentes muy eclécticas: nacimiento virginal y maravilloso durante el solsticio de invierno, acciones ejemplares, enfrentamiento con el "mal", restitución de valores espirituales aparentemente perdidos u olvidados, capacidad teúrgica para obrar milagros, muerte dramática y posterior resurrección, ascenso a los cielos, etc... Parece claro que el proceso de helenización llevado a cabo por Pablo no es del todo inocente. De una ideología revolucionaria se llegó a una ideología conservadora. Y este tránsito se dio antes de que finalizase el siglo I.

Posteriormente, la exégesis tomista elaboró un sistema adecuado al mundo feudal, que se sostuvo sin muchas fisuras hasta el siglo XIX. Y mucho más tarde la teología se moderniza, recogiendo el aporte de una multitud de corrientes de pensamiento: el feminismo, el pluralismo, el existencialismo, el marxismo, lo que da lugar a la renovación teológica y religiosa del siglo XX.

Mi conclusión personal es que el cristianismo se apoya fundamentalmente en el sentimiento, aunque integra a éste en una estructura teológica mítica. Dejando a un lado incluso la obviedad de su carácter conformista, que deriva de su papel sostenedor de las estructuras socioeconómicas establecidas, la Iglesia actúa como un catalizador de contenidos internos. Toda religión recoge y asimila una aspiración humana a la trascendencia, y sus rasgos formales dependen de circunstancias históricas y geográficas. La pretensión de verdad es inherente a la formulación religiosa. En los días en que prevaleció el doctrinarismo, esta verdad era transmitida a las masas desde la jerarquía; pero en la actualidad se acepta, por lo general, que la "verdad" aparezca en forma de experiencia personal, de "descubrimiento" propio de la fe.

En ambos casos, el factor determinante es la certeza, la identificación y la integración en un modelo al que se supone cargado de realidad. Ajeno voluntariamente o no a una regulación normativa, cada cristiano reclama para sí el derecho a vivir y comprender el cristianismo como le parezca. De ahí la pluralidad de las perspectivas teológicas existentes.

Cierto es que para muchos tal perspectiva es atractiva; como razón para ser creyente se aducen inclinaciones naturales por dilucidar el carácter oscuro e inobjetivable de la existencia. Claro que también ésta es una buena razón para ser ateo...

La creencia, al fin y al cabo, siempre implica un claudicar, un regocijo interno, un convencimiento que no puede ser objetivado. A menudo un consuelo, una respuesta, un ancla. Lo que aporta un sentido a la existencia, lo que otorga importancia a vuestros actos, y os sitúa en una relación personal con la esencia de lo inexplicable, es eso: la fe. El hombre cree, pues siente vértigo.

Otros bichos igualmente humanos prescindimos de esa fe, pues nos produce aún más vértigo. Entre los coloridos desfiles de arcángeles y otras bestias aladas del Dionisio Areopagita, la hermenéutica de Schillebeeckx o la teonomía de Tillich, no veo mucha diferencia. En su base está la hipnótica atracción por el abismo de lo siempre desconocido, y la necesidad de racionalizarlo y de buscar explicaciones...

Jo no t'espere

El hecho de que habitemos en una sociedad compleja implica la coexistencia de una gran pluralidad de posiciones y de puntos de vista. Cualquiera de ellos, sin excepción, tiene derecho a exponer de forma pacífica y democrática las razones y las respuestas que considere necesarias.

Los ateos afirmamos la irrealidad de las causas trascendentes y sobrenaturales. Esto desborda el marco de una postura filosófica, y sitúa a la racionalidad en la base de la convivencia social. Esta exigencia de objetividad, en ausencia de referencias teológicas, forma parte de nuestra manera de ver el mundo. Un mundo en el que las mujeres y los hombres dan un sentido a su vida independientemente de cualquier fe y de cualquier credo.

Los representantes religiosos, por su parte, están empeñados en mantener con pureza la concepción del mundo que promueven, y reclaman también para ellos derechos fundamentales, apelando a la tolerancia y a las libertades civiles.

Pero pensamos que en un sistema democrático el laicismo es un principio innegociable, y asumimos que el poder público ha de velar por la protección de la conciencia libre de los individuos, ante las pretensiones de instaurar o de mantener regímenes normativos derivados de una determinada fe religiosa. La sociedad como tal no debe tener religión. El Estado ha de mantenerse siempre neutral con respecto a las creencias y las opciones personales de la ciudadanía.

Hay un debate que permanecía larvado en España desde 1978. El debate entre un Estado laico y aconfesional y las exigencias de una Iglesia que quiere seguir siendo poder fáctico. La polémica, en el fondo, no afecta sólo a la relación Iglesia-Estado, sino también, y sobre todo, al espacio de las libertades y de la autonomía personal.

Aunque el argumento religioso recula ante los comprometedores avances del pensamiento científico, sobre todo en los campos de la cosmología, la antropología o la biología, el problema del clericalismo persiste, y es la expresión del dominio de la Iglesia y de su tendencia a inmiscuirse en la vida social. Por ello, además de la ciencia y del conocimiento, también la democracia libera al ser humano de la superstición. El debate sobre el ateísmo y el laicismo es un síntoma de estabilidad democrática, que por supuesto incluye el desenmascaramiento de los intereses proclives a fomentar creencias irracionales.

Se suele evitar este debate público. Se opina incluso que es perjudicial e incorrecta la implantación del laicismo, que Acuerdos, Convenios y Concordatos trascienden jurídica y éticamente a los derechos individuales.

Pero la intrusión religiosa en campos como la política, la educación o la cultura, fomentando el enfrentamiento, el doctrinarismo y la censura, indica que se está sobrepasando el simple derecho a participar en el debate de las ideas.

Cuando un Gobierno se inmiscuye en el ámbito privado de la creencia, casi nadie duda ya de que se trata de una injerencia ilegítima y de un abuso. Sin embargo, si una Administración favorece espectáculos confesionales derrochando el dinero público de manera irresponsable, la cosa cambia. Se aducen justificaciones publicitarias, se prometen beneficios comunes, se apela al “derecho de las mayorías” y todo parece tan democrático y constitucional que casi constituye un delito o una impertinencia oponerse a ello.

En estos casos, los gobernantes asumen y propagan mensajes religiosos, se ponen al servicio de estrategias clericales y ondean una sospechosa moral triunfalista.

Y pretenden, además, que nadie ose plantear una réplica, que nadie alce una voz disonante. O, al menos, intentan que no se oiga demasiado…

Así que lo que decimos en voz alta es que no esperamos a un señor que viene de Roma, y al hacerlo estamos acusando a unos de despilfarradores, a otros de intolerantes y de excluyentes, y a otros más de complicidad… No es racional ni beneficioso montar un circo de esas características ni ocultar sistemáticamente su coste a la ciudadanía. No es racional ni beneficioso que la política se subordine al clericalismo. Y no lo es, tampoco, que se silencie la crítica, que se pase por alto, que se intente aparentar que aquí no ocurre nada y que se gastará “lo que haga falta” para que la visita de Ratzinger sea un éxito.

Ésta es entonces la propuesta de la campaña “Nosaltres no t’esperem”:

Hacer aflorar el debate, denunciar la arrogancia y la intransigencia, señalar el servilismo y la falta de transparencia, y, en suma, insistir en que la coherencia y la sensatez, ejercidas desde una ciudadanía crítica y reflexiva, son las mejores garantías de la convivencia democrática.

Una reivindicación del anticlericalismo

El catolicismo sigue viéndose a sí mismo como la religión histórica de los españoles. En pleno siglo XX, el estado español era el ejemplo por excelencia de una sociedad con una única religión dominante. Obispos, religiosos y católicos en general consideraban que la preservación del orden social era irrenunciable, y que ésta no sería posible sin la voluntad de apoderarse de todo el espacio público, tanto en su vertiente política como religiosa.

Frente al poder arcaico y medievalista de la Iglesia emergió, hace ya bastante tiempo, una contratradición de crítica, el anticlericalismo. Durante su fase más radical, a principios del pasado siglo, los militantes obreros, junto a un sector de intelectuales de la izquierda, emprendieron la tarea de construir una red de ateneos, periódicos, escuelas laicas y otras tantas manifestaciones de una cultura popular anticlerical, en la que republicanos, anarquistas y socialistas se daban la mano. La Iglesia se resistió con fuerza a estos intentos de modernización y de secularización. Se forjó así la historia del enfrentamiento entre el clericalismo y el anticlericalismo, entre el orden y el cambio, que, agudizada en los años republicanos, terminó con el triunfo violento de las fuerzas de la reacción. La dictadura franquista adquirió una dimensión mítica y religiosa que condenó al anticlericalismo como una práctica y una ideología perniciosa que debía ser extirpada de raíz.

Sin embargo, la oposición al poder clerical debe ser comprendida, en nuestros días, como un fenómeno cultural ligado a la historia de los movimientos por la libertad. La batalla por la enseñanza laica, por la anulación de los privilegios eclesiásticos y por el derecho a la libre expresión de la propia independencia frente a la presión ideológica de la secta mayoritaria son rasgos que apuntaban -y apuntan- a la necesidad de una transformación social.

Es imprescindible blindar el ámbito público de cualquier influencia teológica, y es igualmente imprescindible promover el debate, la reflexión y la denuncia de las actuales formas impositivas del clericalismo aliadas con la derecha católica. Pero el panorama no es excesivamente simple. Los obispos han adoptado, estratégicamente, una moral triunfalista, y alertan diariamente contra el laicismo, por la defensa de su tradicional modelo de familia y por la “unidad de la patria”. Desde el Vaticano se condena por decreto la inseminación artificial, el empleo de embriones, el uso del preservativo y las bodas entre homosexuales. Y los nuevos movimientos neogóticos de carácter ultraconservador comienzan a definirse como la masa activa y protagonista de una Iglesia triunfante en plena efervescencia…

Dada la situación, una de las iniciativas que pueden adoptarse, por coherencia, es apostatar, exigir que se nos borre de sus registros, que no se nos cuente estadísticamente entre sus acólitos. La apostasía no es más que la renuncia pública a la fe católica, el procedimiento para que la Iglesia suprima nuestros datos del libro de bautismo. Pero los policías de la fe se niegan frecuentemente a acceder a estas solicitudes, excusándose, en los casos en que se rebajan a contestar las declaraciones, en la catalogación de los registros de bautismo como un simple "archivo histórico de datos", que no afecta en absoluto al carácter privado de la creencia. Es cierto. Afecta, más bien, a los intereses económicos de la secta, así como a la defensa de sus posiciones políticas y de su influencia social.

Hace unos días, en una entrevista publicada en el Diario de Mallorca, el Presidente de Ateus de Catalunya, Albert Riba, comentaba que él jamás había iniciado el proceso de la apostasía, ya que eso equivaldría a "tomarse en serio" la legislación y la costumbre eclesiástica. Gonzalo Puente Ojea tampoco consideró nunca importante dar este paso, al relegarlo, por su parte, a un simple trámite católico carente de legitimidad. Son bastantes quienes, desde una perspectiva atea o agnóstica, conceden muy poco interés a la presentación de este tipo de declaraciones ante las autoridades religiosas, o incluso las consideran improcedentes, puesto que en cierto sentido legitiman un poder del que solicitar su aprobación.

Por otra parte, los argumentos a favor no son escasos, ni carecen de lógica. Implican una toma de posición frente a la influencia del catolicismo, refuerzan los medios para lograr una separación efectiva entre la Iglesia y el Estado, y favorecen el tránsito a una reducción de los privilegios de la ICAR en cuanto a su financiación pública.

La negativa frecuente de los obispos a aprobar las solicitudes de apostasía, así como el recurso a instancias judiciales superiores en algunos casos recientes, demuestran que el constante goteo de huidas molesta enormemente a los prelados. Junto al programa oficial de la visita de Ratzinger, alias Benito XVI, el Vaticano ofreció este mismo lunes un resumen de cifras según el cual los católicos en el estado español alcanzaban un porcentaje superior al 94 % de la población. Esta afirmación es absurda, además de falsa. En los últimos baremos sociológicos oficiales apenas superan el 76 %, pero sólo un 29 % se considera practicante, o al menos acude a misa de vez en cuando.

Por otra parte, la diputada de Izquierda Unida, Isaura Navarro, defendió recientemente una proposición no de ley en la que instaba al Gobierno a estudiar las reformas legales necesarias y a llevar a cabo acuerdos con las diferentes confesiones para establecer un procedimiento rápido que permita renunciar a la confesión religiosa a la que se pertenece. Pero los grupos parlamentarios socialista y popular se opusieron a la iniciativa. Los primeros, alegando que el planteamiento podría vulnerar el principio de separación Iglesia-Estado y que no garantizaba el derecho a cambiar de creencias. Los segundos, por considerar que carecía de sentido y que la Iglesia es además la abanderada del derecho a la libertad religiosa...

En suma, que millones de personas se cuentan entre los miembros de una asociación de la que no se puede salir, y en la que entraron sin ser consultados. Podría decirse que nos encontramos ante un intento de recatolización de la sociedad, que además no duda en promover situaciones de conflicto y en criminalizar cualquier atisbo de disidencia. Ejemplo evidente de ello lo tenemos en las últimas declaraciones del Arzobispo de Valencia, y también en las acusaciones lanzadas hace unos días a la plataforma “Nosaltres no t’esperem” por parte de la fundación organizadora del EMF, calificándola de “grupúsculos radicales de carácter violento” que pretenden “amenazar al Papa” y “boicotear su visita”.

Dijo Agustín García-Gascó, en la última de sus peroratas semanales, que “determinados grupos están llevando su libertad ideológica más allá de lo que es admisible”, que “las injurias, las burlas y las exhibiciones de desprecio son provocaciones reaccionarias a las bondades y beneficios de la familia fundada en el matrimonio entre varón y mujer”. Y añadió que los “ataques contra la familia” se llegan a personificar en “desconsideraciones y burlas contra el Santo Padre y su visita a Valencia”. “Esas ofensas -señala- traspasan cualquier límite de cortesía al que está obligado un Estado con respecto a una autoridad religiosa mundial, por lo que está obligado ya no sólo a no potenciarlas, sino a rechazarlas públicamente”.

De carambola, el ataque del obispo a una campaña cívica, pacífica y democrática que reivindica el derecho a exponer públicamente su disconformidad con la visita del dictador teocrático y con el agasajo vergonzoso que se le prodiga, derrochando fondos públicos en beneficio de una confesión religiosa determinada, se vehicula hacia la exigencia y la crítica a un gobierno central nominalmente socialista que ni siquiera defiende con coherencia las posiciones básicas del laicismo.

En el fondo, el nerviosismo que se adivina tras estas manifestaciones es significativo. La contracampaña orquestada por ciertos elementos de la derecha radical en apoyo y rendimiento de pleitesía a Ratzinger, a la que han titulado, en un alarde de imaginación, “jo sí t’espere” (“yo sí te espero”), tiene tras ella a la plataforma ultraconservadora “Hazte oír”. La invasión cromática vaticana empieza a verse ya en forma de huevos lanzados contra las librerías que se niegan a poner en sus escaparates iconografías católicas de bienvenida. Algunos institutos públicos retiran las pancartas con la señal de peligro en forma de mitra papal, alegando razones de tolerancia y de respeto. Aparecen en los balcones banderas preconstitucionales, y la ironía callejera ya se viste con camisetas alusivas a la vida sexual de la alcaldesa, en lo que es una clara denuncia de la hipocresía en la que habitan algunos…

Ante el espectáculo en ciernes, no es extraño que buena parte de la población recupere la herencia de un anticlericalismo y de un laicismo que, lejos de presentarse como una actitud trasnochada, fanatizada y violenta, es hoy ante todo un síntoma positivo de la recuperación de las virtudes ilustradas por parte de una sociedad ya madura y capaz de ejercer públicamente su derecho a la crítica.

8.6.06

La bestia

Mientras los cardenales alertan diariamente contra el laicismo, y el sumo teurgo condena por decreto la inseminación artificial, el empleo de embriones, el uso del preservativo y las bodas entre homosexuales, los obispos, demasiado ocupados en ocultar los escándalos y abusos de sus subordinados, reciben gozosos a los nuevos movimientos neogóticos que comienzan a definirse como la masa activa y protagonista de la Iglesia sufriente.

Y es que entreven, por los resquicios de una época que ya no les comprende, una inmediata y cercana Iglesia triunfante, la novísima era del Paráclito emplumado que, siguiendo el milenarismo profético de Joachim de Fiore, transmutará el mundo y provocará el descenso apocalíptico de la Jerusalén Celestial.

Hace pocos días, el gurú Kiko Argüello, iniciador del Camino Neocatecumenal, habló en la plaza de San Pedro durante el encuentro de Benedicto XVI con los nuevos movimientos. A los obispos europeos y a sus aguerridos acólitos, tras aleccionarles con las amenazas de la destrucción de la familia y la secularización de Europa, les habló de los nuevos carismas, y les recordó que la Iglesia está siempre en combate contra la bestia. Continuó literalmente así:

Mientras la humanidad da un giro hacia una nueva era, tareas de una gravedad y amplitud inmensa esperan a la Iglesia, como en las épocas más trágicas de la historia. Se trata de confrontar al mundo moderno con las energías vivificantes y perennes del Evangelio. El Papa Juan XXIII supo profetizar la «era nueva», la posmodernidad, el ateísmo visible, en que estamos sumergidos. Tenemos que comprender que sólo el Cordero degollado vence a la bestia.

La alucinante doctrina de los infiernos, con sus visiones macabras y sus inimaginables suplicios, no es más que la racionalización teológica de un arma de disuasión, basada en la necesidad y en la prueba de una justicia divina implacable. Comprendamos que, para los funestos ideólogos del catolicismo, resulta complicado ya que su audiencia experimente terror ante ese fantástico auto medieval que han representado durante siglos.

A efectos estratégicos, resulta sin embargo más coherente y eficaz una traslación del símbolo a la realidad, la proyección sobre el adversario de los más espantosos contenidos de su hirviente imaginación. La bestia, siempre multiforme y adaptada a los diversos miedos que han inculcado históricamente desde el púlpito (a la carne, al hereje, al luteranismo, al comunismo, al racionalismo, a la disgregación de la familia, a la increencia, al relativismo...) aparece eternamente enfrentada al Cordero degollado, que acumula y resume en sí los paranoicos conceptos de salvación personal, de mensaje eterno, de elección y compromiso, de sentido de la vida y de tantas otras fórmulas confusas tras las que disimulan, los teólogos, su avidez de sangre y de dominio temporal.

Materializando así el espíritu maligno de sus pesadillas en formas concretas, definidas, que desde su propia y extraña perspectiva se apodera de los hombres y les sitúa al otro lado, los nuevos cruzados de la fe pueden justificar en público su papel de parásitos, señalando con el dedo a cada nuevo adversario, a cada nueva potencial amenaza. El mecanismo, la técnica, es muy antigua...

Uno de los mayores logros del idealismo es su capacidad de transformación, su carácter mimético. Elabora abstracciones metafísicas, les otorga primacía ontológica sobre la materia, y luego las hace descender hipostáticamente sobre las desprevenidas cabezas de la plebe. El entretenimiento platónico de las Ideas, su constante vaivén arriba y abajo, parece haber hipnotizado desde siempre a los hombres. Abducidos por una mística de la irrealidad, por complejas construcciones psicológicas fabricadas ex-profeso, adquieren los creyentes un código moral adecuado a las necesidades de la ideología a transmitir y de sus necesarias adaptaciones.

De este modo, que exteriormente aparece como burdo y simplista, la demonización del otro, de aquel que no milita en sus ejércitos, del salvaje incapaz de sentir temor de Dios y que habita en los márgenes de su imaginario mundo, se convierte en una práctica usual y adquiere rasgos casi permanentes.

Hoy se ha comprobado con claridad: han hablado abiertamente de la existencia de elementos marginales, de grupúsculos que incitan a la violencia contra el santo Padre, de radicales de ultraizquierda, de microasociaciones y minipeñas de perjuros, calumniadores, blasfemos, promotores de la homosexualidad e intolerantes que amenazan al Papa y que piden el boicot a su visita.

Los teócratas señalan, discriminan, definen, identifican de nuevo a la bestia, al no-dios, al espíritu del mundo. ¿Le temen? ¿le odian? ¿le necesitan para subsistir?

¿O simplemente se trata de una distracción en la estrategia de un ataque dirigido a adversarios más poderosos? En cualquier caso, parece que su desprecio y su rabia contenida les ha jugado esta vez una mala pasada. La astucia secular del clero se derrite en conatos de autodefensa que se advierten casi desesperados.

Ante la perspectiva de más de un millón de iluminados, cruzados, legionarios, vírgenes, numerarios, catecúmenos, adoradores de vísceras y artistas del espíritu; ante la visión gloriosa de su icono extendido como un yugo en cientos de miles de cuerpos; ante la magnificencia de una ceremonia mágica multitudinaria y vistosa, para cuyo éxito mediático la mejor política frente a la disonancia popular sería el prudente silencio, incurren, los organizadores del EMF y los ejecutivos del Vaticano que les inspeccionan, en el error de atravesar la línea de tiro del No t'esperem y de servirles en bandeja una denuncia por injurias y calumnias.

La fuerza colectiva no domesticada, ese monstruo de mil cabezas que encarna para ellos el mal, puede ocasionalmente darles un zarpazo.

Sin embargo, quizá convenga otra táctica de guerra. Permitirles el empleo inmoderado de la mentira, provocar su ira de forma elegante, ponerles en evidencia, desenmascarar la mugre que ellos llaman caridad cristiana e iluminar las sombras bajo las que se arrastran. Dejar que sus errores y su intransigencia aparezcan a la plena luz del día, que el infinito amor que dicen sentir por su rebaño brille piadosamente como una úlcera abierta.

En el fondo, el propio discurso por ellos utilizado bastará para su inevitable crucifixión pública. Ni siquiera la bestia tendrá necesidad de desempeñar un pequeño papel secundario en este Apocalipsis.