El catolicismo sigue viéndose a sí mismo como la religión histórica de los españoles. En pleno siglo XX, el estado español era el ejemplo por excelencia de una sociedad con una única religión dominante. Obispos, religiosos y católicos en general consideraban que la preservación del orden social era irrenunciable, y que ésta no sería posible sin la voluntad de apoderarse de todo el espacio público, tanto en su vertiente política como religiosa.
Frente al poder arcaico y medievalista de la Iglesia emergió, hace ya bastante tiempo, una contratradición de crítica, el anticlericalismo. Durante su fase más radical, a principios del pasado siglo, los militantes obreros, junto a un sector de intelectuales de la izquierda, emprendieron la tarea de construir una red de ateneos, periódicos, escuelas laicas y otras tantas manifestaciones de una cultura popular anticlerical, en la que republicanos, anarquistas y socialistas se daban la mano. La Iglesia se resistió con fuerza a estos intentos de modernización y de secularización. Se forjó así la historia del enfrentamiento entre el clericalismo y el anticlericalismo, entre el orden y el cambio, que, agudizada en los años republicanos, terminó con el triunfo violento de las fuerzas de la reacción. La dictadura franquista adquirió una dimensión mítica y religiosa que condenó al anticlericalismo como una práctica y una ideología perniciosa que debía ser extirpada de raíz.
Sin embargo, la oposición al poder clerical debe ser comprendida, en nuestros días, como un fenómeno cultural ligado a la historia de los movimientos por la libertad. La batalla por la enseñanza laica, por la anulación de los privilegios eclesiásticos y por el derecho a la libre expresión de la propia independencia frente a la presión ideológica de la secta mayoritaria son rasgos que apuntaban -y apuntan- a la necesidad de una transformación social.
Es imprescindible blindar el ámbito público de cualquier influencia teológica, y es igualmente imprescindible promover el debate, la reflexión y la denuncia de las actuales formas impositivas del clericalismo aliadas con la derecha católica. Pero el panorama no es excesivamente simple. Los obispos han adoptado, estratégicamente, una moral triunfalista, y alertan diariamente contra el laicismo, por la defensa de su tradicional modelo de familia y por la “unidad de la patria”. Desde el Vaticano se condena por decreto la inseminación artificial, el empleo de embriones, el uso del preservativo y las bodas entre homosexuales. Y los nuevos movimientos neogóticos de carácter ultraconservador comienzan a definirse como la masa activa y protagonista de una Iglesia triunfante en plena efervescencia…
Dada la situación, una de las iniciativas que pueden adoptarse, por coherencia, es apostatar, exigir que se nos borre de sus registros, que no se nos cuente estadísticamente entre sus acólitos. La apostasía no es más que la renuncia pública a la fe católica, el procedimiento para que la Iglesia suprima nuestros datos del libro de bautismo. Pero los policías de la fe se niegan frecuentemente a acceder a estas solicitudes, excusándose, en los casos en que se rebajan a contestar las declaraciones, en la catalogación de los registros de bautismo como un simple "archivo histórico de datos", que no afecta en absoluto al carácter privado de la creencia. Es cierto. Afecta, más bien, a los intereses económicos de la secta, así como a la defensa de sus posiciones políticas y de su influencia social.
Hace unos días, en una entrevista publicada en el Diario de Mallorca, el Presidente de Ateus de Catalunya, Albert Riba, comentaba que él jamás había iniciado el proceso de la apostasía, ya que eso equivaldría a "tomarse en serio" la legislación y la costumbre eclesiástica. Gonzalo Puente Ojea tampoco consideró nunca importante dar este paso, al relegarlo, por su parte, a un simple trámite católico carente de legitimidad. Son bastantes quienes, desde una perspectiva atea o agnóstica, conceden muy poco interés a la presentación de este tipo de declaraciones ante las autoridades religiosas, o incluso las consideran improcedentes, puesto que en cierto sentido legitiman un poder del que solicitar su aprobación.
Por otra parte, los argumentos a favor no son escasos, ni carecen de lógica. Implican una toma de posición frente a la influencia del catolicismo, refuerzan los medios para lograr una separación efectiva entre la Iglesia y el Estado, y favorecen el tránsito a una reducción de los privilegios de la ICAR en cuanto a su financiación pública.
La negativa frecuente de los obispos a aprobar las solicitudes de apostasía, así como el recurso a instancias judiciales superiores en algunos casos recientes, demuestran que el constante goteo de huidas molesta enormemente a los prelados. Junto al programa oficial de la visita de Ratzinger, alias Benito XVI, el Vaticano ofreció este mismo lunes un resumen de cifras según el cual los católicos en el estado español alcanzaban un porcentaje superior al 94 % de la población. Esta afirmación es absurda, además de falsa. En los últimos baremos sociológicos oficiales apenas superan el 76 %, pero sólo un 29 % se considera practicante, o al menos acude a misa de vez en cuando.
Por otra parte, la diputada de Izquierda Unida, Isaura Navarro, defendió recientemente una proposición no de ley en la que instaba al Gobierno a estudiar las reformas legales necesarias y a llevar a cabo acuerdos con las diferentes confesiones para establecer un procedimiento rápido que permita renunciar a la confesión religiosa a la que se pertenece. Pero los grupos parlamentarios socialista y popular se opusieron a la iniciativa. Los primeros, alegando que el planteamiento podría vulnerar el principio de separación Iglesia-Estado y que no garantizaba el derecho a cambiar de creencias. Los segundos, por considerar que carecía de sentido y que la Iglesia es además la abanderada del derecho a la libertad religiosa...
En suma, que millones de personas se cuentan entre los miembros de una asociación de la que no se puede salir, y en la que entraron sin ser consultados. Podría decirse que nos encontramos ante un intento de recatolización de la sociedad, que además no duda en promover situaciones de conflicto y en criminalizar cualquier atisbo de disidencia. Ejemplo evidente de ello lo tenemos en las últimas declaraciones del Arzobispo de Valencia, y también en las acusaciones lanzadas hace unos días a la plataforma “Nosaltres no t’esperem” por parte de la fundación organizadora del EMF, calificándola de “grupúsculos radicales de carácter violento” que pretenden “amenazar al Papa” y “boicotear su visita”.
Dijo Agustín García-Gascó, en la última de sus peroratas semanales, que “determinados grupos están llevando su libertad ideológica más allá de lo que es admisible”, que “las injurias, las burlas y las exhibiciones de desprecio son provocaciones reaccionarias a las bondades y beneficios de la familia fundada en el matrimonio entre varón y mujer”. Y añadió que los “ataques contra la familia” se llegan a personificar en “desconsideraciones y burlas contra el Santo Padre y su visita a Valencia”. “Esas ofensas -señala- traspasan cualquier límite de cortesía al que está obligado un Estado con respecto a una autoridad religiosa mundial, por lo que está obligado ya no sólo a no potenciarlas, sino a rechazarlas públicamente”.
De carambola, el ataque del obispo a una campaña cívica, pacífica y democrática que reivindica el derecho a exponer públicamente su disconformidad con la visita del dictador teocrático y con el agasajo vergonzoso que se le prodiga, derrochando fondos públicos en beneficio de una confesión religiosa determinada, se vehicula hacia la exigencia y la crítica a un gobierno central nominalmente socialista que ni siquiera defiende con coherencia las posiciones básicas del laicismo.
En el fondo, el nerviosismo que se adivina tras estas manifestaciones es significativo. La contracampaña orquestada por ciertos elementos de la derecha radical en apoyo y rendimiento de pleitesía a Ratzinger, a la que han titulado, en un alarde de imaginación, “jo sí t’espere” (“yo sí te espero”), tiene tras ella a la plataforma ultraconservadora “Hazte oír”. La invasión cromática vaticana empieza a verse ya en forma de huevos lanzados contra las librerías que se niegan a poner en sus escaparates iconografías católicas de bienvenida. Algunos institutos públicos retiran las pancartas con la señal de peligro en forma de mitra papal, alegando razones de tolerancia y de respeto. Aparecen en los balcones banderas preconstitucionales, y la ironía callejera ya se viste con camisetas alusivas a la vida sexual de la alcaldesa, en lo que es una clara denuncia de la hipocresía en la que habitan algunos…
Ante el espectáculo en ciernes, no es extraño que buena parte de la población recupere la herencia de un anticlericalismo y de un laicismo que, lejos de presentarse como una actitud trasnochada, fanatizada y violenta, es hoy ante todo un síntoma positivo de la recuperación de las virtudes ilustradas por parte de una sociedad ya madura y capaz de ejercer públicamente su derecho a la crítica.
Here's some major essays on this holiday season!
Hace 4 días
BARÓN:
ResponderEliminarPara contribuir al malestar general, bástese pasar por la página edicionescatólicas.com, donde la línea pseudoargumentativa al estilo Agustín García-Gascó llega a niveles insospechados.
Buen post.
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