El hecho de que habitemos en una sociedad compleja implica la coexistencia de una gran pluralidad de posiciones y de puntos de vista. Cualquiera de ellos, sin excepción, tiene derecho a exponer de forma pacífica y democrática las razones y las respuestas que considere necesarias.
Los ateos afirmamos la irrealidad de las causas trascendentes y sobrenaturales. Esto desborda el marco de una postura filosófica, y sitúa a la racionalidad en la base de la convivencia social. Esta exigencia de objetividad, en ausencia de referencias teológicas, forma parte de nuestra manera de ver el mundo. Un mundo en el que las mujeres y los hombres dan un sentido a su vida independientemente de cualquier fe y de cualquier credo.
Los representantes religiosos, por su parte, están empeñados en mantener con pureza la concepción del mundo que promueven, y reclaman también para ellos derechos fundamentales, apelando a la tolerancia y a las libertades civiles.
Pero pensamos que en un sistema democrático el laicismo es un principio innegociable, y asumimos que el poder público ha de velar por la protección de la conciencia libre de los individuos, ante las pretensiones de instaurar o de mantener regímenes normativos derivados de una determinada fe religiosa. La sociedad como tal no debe tener religión. El Estado ha de mantenerse siempre neutral con respecto a las creencias y las opciones personales de la ciudadanía.
Hay un debate que permanecía larvado en España desde 1978. El debate entre un Estado laico y aconfesional y las exigencias de una Iglesia que quiere seguir siendo poder fáctico. La polémica, en el fondo, no afecta sólo a la relación Iglesia-Estado, sino también, y sobre todo, al espacio de las libertades y de la autonomía personal.
Aunque el argumento religioso recula ante los comprometedores avances del pensamiento científico, sobre todo en los campos de la cosmología, la antropología o la biología, el problema del clericalismo persiste, y es la expresión del dominio de la Iglesia y de su tendencia a inmiscuirse en la vida social. Por ello, además de la ciencia y del conocimiento, también la democracia libera al ser humano de la superstición. El debate sobre el ateísmo y el laicismo es un síntoma de estabilidad democrática, que por supuesto incluye el desenmascaramiento de los intereses proclives a fomentar creencias irracionales.
Se suele evitar este debate público. Se opina incluso que es perjudicial e incorrecta la implantación del laicismo, que Acuerdos, Convenios y Concordatos trascienden jurídica y éticamente a los derechos individuales.
Pero la intrusión religiosa en campos como la política, la educación o la cultura, fomentando el enfrentamiento, el doctrinarismo y la censura, indica que se está sobrepasando el simple derecho a participar en el debate de las ideas.
Cuando un Gobierno se inmiscuye en el ámbito privado de la creencia, casi nadie duda ya de que se trata de una injerencia ilegítima y de un abuso. Sin embargo, si una Administración favorece espectáculos confesionales derrochando el dinero público de manera irresponsable, la cosa cambia. Se aducen justificaciones publicitarias, se prometen beneficios comunes, se apela al “derecho de las mayorías” y todo parece tan democrático y constitucional que casi constituye un delito o una impertinencia oponerse a ello.
En estos casos, los gobernantes asumen y propagan mensajes religiosos, se ponen al servicio de estrategias clericales y ondean una sospechosa moral triunfalista.
Y pretenden, además, que nadie ose plantear una réplica, que nadie alce una voz disonante. O, al menos, intentan que no se oiga demasiado…
Así que lo que decimos en voz alta es que no esperamos a un señor que viene de Roma, y al hacerlo estamos acusando a unos de despilfarradores, a otros de intolerantes y de excluyentes, y a otros más de complicidad… No es racional ni beneficioso montar un circo de esas características ni ocultar sistemáticamente su coste a la ciudadanía. No es racional ni beneficioso que la política se subordine al clericalismo. Y no lo es, tampoco, que se silencie la crítica, que se pase por alto, que se intente aparentar que aquí no ocurre nada y que se gastará “lo que haga falta” para que la visita de Ratzinger sea un éxito.
Ésta es entonces la propuesta de la campaña “Nosaltres no t’esperem”:
Hacer aflorar el debate, denunciar la arrogancia y la intransigencia, señalar el servilismo y la falta de transparencia, y, en suma, insistir en que la coherencia y la sensatez, ejercidas desde una ciudadanía crítica y reflexiva, son las mejores garantías de la convivencia democrática.
19.6.06
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