Más de un imbécil, aprendiz de periodista, ha aprovechado estos días la coyuntura de la “guerra de los autobuses” para lucir pluma y expresar en público sus desvergüenzas teológicas. Especialmente conmueve uno, de verbo poco lúcido, a quien aburren soberanamente nuestras cuitas. Lo lamentamos hasta el infinito. No es el tedio nuestro objetivo, aunque sirva en ocasiones para deconstruir la gramática cultural del clero y de su rebaño. Más bien, si acaso, percibimos en el poco seso de algunos detractores la razón de su impertinencia. Y, por ello, y para que no nos achaquen buena voluntad y se reconozca además nuestro estigma de condenados, insistimos en otra declaración no solicitada al respecto de la campaña rodante.
No la denostamos. Pensamos que, mal o bien, el debate sobre los (in)existentes ateos y ateas que pululan en el subterráneo de este mundo feliz ha pasado de la provocación subversiva a la exhibición circense. Pero, entre la indudablemente tímida aserción de la probabilidad de un vacío cósmico,
carpe diem incluido, y la ingenua afirmación del cristo vivo, con su disfrute silvestre añadido, pensamos que cabe la rotundidad de un extremo nefando, desnudo, situado tan lejos de ambos goces como de sus resabios de propaganda urbana. Y es que, sin duda (anatema que recibimos gustosos, venga de donde venga) el viejo truco conocido como “dios” (Dios) existe desde hace mucho, lo niegue quien lo niegue. Y esto, dicho desde una federación de ateos malsonante y provocativa, puede sonar incluso feo e incoherente. Aceptamos la crítica imbécil, no nos queda otra. Pero dicho está.
Dios existe. La campaña que lo probabiliza se ha ganado un galardón mediático, pero apenas ha superado a Dostoyevski en simplicidad teórica. Y es que, en el fondo, negar la nocividad intrínseca de los dioses equivale a defender la racionalidad de la trinidad católica. Absurdo donde los haya, -Tertuliano
dixit, y el profesor Bueno también, por ansia imitativa-, pero de consecuencias innegables.
Dios –
desmunicipalizado- ocupó las cabezas de la
Cretinidad. Superó obstáculos evolutivos. Se instauró como dogma evidente, frente al cual, durante siglos, ninguna alteridad fue pensada (o dicha en voz alta). Acaparó recursos, capacidades, loas, designios y vocaciones. Se transformó de época en época. Los cerebros lo germinaron, variaron, adaptaron, sugirieron, impusieron y alabaron. Para los griegos y los romanos fue un sedente, molesto para los enemigos y útil para sus adoradores. Cada familia poseía sus dioses particulares, espíritus divinizados, y cada ciudad su patrono, el
poliade, el que residía en el templo, y a menudo en una piedra o un trozo de madera. Se castigaban las faltas a su ley, y se agradecían sus numerosos servicios. Luego, los judíos y los primeros cristianos lo sintieron antropomorfo, e hicieron de él un Hombre-Dios, semejante a ellos en cuerpo y espíritu. Y, por fin, llegó el moderno capitalista –desligado de la propiedad burguesa, unida al objeto y a la tierra- y lo concibió sin brazos ni pies ni cabeza, y presente en todas partes (o sea,
omnipresente).
Del henoteísmo –fidelidad al dios verdadero frente a los falsos dioses- se trepó al monoteísmo –suscripción a la unicidad del dios propio convertido en el celoso universal. Mientras los falsos dioses seguían siendo capaces de obrar falsos milagros, el devoto lo era, fundamentalmente, de la multiplicidad, a pesar de las personales preferencias de cada cual. Pero la apologética post-agustiniana evitó la visión de las nalgas divinas, y lo desubicó, instaurando al resultante amorfo en todo punto, como repitió Descartes en precipitada confesión. Aparecieron el interés, la acción y el dividendo. Dios siguió la pauta del mercado, se dislocó, se revistió de la forma impersonal que adopta la propiedad de las sociedades: hábitos y costumbres dibujaron un nuevo modo de posesión, diametralmente opuesto al hasta entonces vigente. La mentalidad del mercado rediseñó al ente-dios, cuyos caracteres diferenciales se desvanecieron en nebulosa réplica, válida tanto para el ecumenismo herético como para la
propaganda fide. Una inteligencia suprema, una bondad infinita, una custodiada verdad, al alcance de las más infantiles necesidades humanas, ocupó entonces el espacio entero y se presentó como eterna. Un concepto metafísico tan impreciso –tanto- que provee el beneficio sin más trabajo que la beatífica satisfacción de creer en él. Por supuesto, deleite guiado por la corporación de los obispos, curas, ecónomos y jesuitas disciplinados, frente a cuyos mandatos la desobediencia no es sino amenaza y riesgo para el orden público.
¿Cómo negar que “Dios” existe, permanece, se traviste, domeña, diseña y crea con las luces de la inopia, las enseñanzas de las iglesias, los edictos, las
fatwas, los códigos y la santa palabra escrita, repetida, inoculada una y mil veces? Claro que existe. Es la condición primera del orden, es el escrúpulo religioso, el deber frente al deseo, la fidelidad al precio pagado. Es la más perfecta creación de los amos. La humildad y la sumisión, o la potencia del miserable. Todo estaría permitido si su inexistencia. Incluso la emancipación, peligro mayúsculo e intolerable para el ordenamiento de la ciudad. O quizá no. Probablemente habría que voltear el sentido del pesimista ruso, y afirmar, por el contrario, que, ya que “Dios” existe (como dogma, creencia, objeto, imagen, proyección y deseo), todo está permitido. Y ello, por supuesto, conviene que se perpetúe. Al menos, para gracia de unos cuantos, no precisamente imbéciles.