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En su acepción normal, religiosa, la fe es un consentimiento no evidente. De donde se sigue que la religión exige que se crea en cosas no evidentes, o en proposiciones a menudo contrarias a la razón. La fe en una revelación, dijo Feuerbach, envenena en el hombre el sentido de la verdad. Le arrebata la libertad y la capacidad de valorar debidamente su propia realidad. A lo que puede añadirse que la fe suprime los vínculos naturales entre los seres humanos, que es excluyente, intolerante y embrutecedora. Allá donde una sublimación se transforma en atributo de un dios, se está desligando a la naturaleza y al mundo de su morfología, se los agota o se los desnuda para trasladar su significado a un ser quimérico, omnicomprensivo, a una voluntad situada hipotéticamente por encima de lo único real. Se diviniza a la realidad, despojándola así de sentido propio.
Ahora bien, ¿los ateos nos movemos impulsados por una fe similar? ¿somos los ateos creyentes en nuestra no-creencia? No sería falso del todo afirmar esto de más de uno, pero tal postura depende más del análisis psicológico que de la veracidad de una situación. Dado que no existen pruebas definitivas de la existencia de dioses o de "espíritus", dado que estas hipótesis nada aportan a la explicación racional de las cosas, ni a la rectitud ética de las personas, y dado también que el estudio de la fenomenología religiosa puede ser satisfactoriamente abordado y esclarecido mediante explicaciones causales, sociológicas, psicológicas, etc., no se entiende por qué habría de tenerse en cuenta la hipótesis religiosa más allá del sano respeto que la fe produce en tanto que respuesta infantil del ser humano ante el vacío provocado por la muerte, el miedo o la ignorancia.
Sin embargo, ateniéndonos a la obvia imposibilidad de rebatir racionalmente una irracionalidad semejante, y por una cuestión de honradez intelectual, habría que admitir en el ateísmo un componente de convicción -más que de "fe"-, un sentido o sentimiento de la verdad, es decir, de que los seres y los objetos son lo que son, en sí mismos, y no el reflejo condicionado de una super-identidad transcendente e invisible, infinitamente buena y creadora.
Quedaría la opción, respetable también, del que cobijándose en la duda prefiriera anteponer el silencio a la negación. Es la posición del agnóstico. Pero éste admite, implícitamente, que el sentimiento religioso es inocuo, inofensivo, o que incluso, en términos maquiavélicos, promueve una estabilidad social benéfica para la convivencia y la conducción de los pueblos. O que puede desligarse una creencia metafísica de sus aplicaciones concretas, cayendo así en el platonismo más descarado.
Sin embargo, se abandona de este modo la crítica, que no es sino la concreción del deseo de ajustarse a la realidad y de desenmascarar las fábulas y las mentiras que paralizan las transformaciones sociales. Si hemos comprendido que la religión es una forma de parasitismo, que sus sostenedores se aprovechan de esa psicosis colectiva reconfortante para vivir y reproducirse, no será vana la decisión de enfrentarse a ella y de demostrar su intrínseca debilidad conceptual y su nocividad para el bien de los individuos.
¿Es una forma de sectarismo la libre asociación para el logro de objetivos comunes no egoístas? Entonces, cualquier contrato implica sectarismo, cualquier compromiso, cualquier acuerdo.
Defender con ahínco aquello en lo que se cree, ¿es también una forma de fe? Se trata de una duda coherente, pero esgrimida siempre por los defensores de la religión, y que en un audaz juego semántico parece surgir de un espíritu de tolerancia, de libertad y de respeto. Al ateo se le considera como un religioso "al revés", y es seguro que no faltan fanáticos que se declaran ateos pero que, en el fondo, están dominados por ideologías y sentimientos irracionales. A la libre convicción de negarse a concebir potencias ideales para explicar los fenómenos del universo no se le puede confundir con la fe del creyente. Pero hay creyentes en ambos lados.
El deseo de destruir las quimeras perniciosas al género humano no puede equipararse a la fe ciega en el absurdo. Remitirse a la naturaleza, a la experiencia y a la razón, es contrario a la aceptación sumisa de argumentos teológicos. Y la defensa de las convicciones propias, aunque adopte la apariencia de una forma de fe, no es más que una exigencia ética.
Llamamiento público para la preparación de las Jornadas Ateas del 1 al 9 de julio de 2006, con ocasión de la visita de Ratzinger a Valencia (ES) en el marco del “VI encuentro mundial de las familias”.
Del 1 al 9 de julio de 2006, se celebrará en la ciudad de Valencia el "VI encuentro mundial de las familias", presidido por Ratzinger.
La Federación Internacional de Ateos, consciente de los peligros inherentes al avance del oscurantismo religioso, y previendo el lamentable espectáculo de una ciudad sitiada y puesta a la entera disposición de un evento católico, convoca a todos los ateos, laicistas y librepensadores a preparar la plataforma organizativa para unas Jornadas Ateas a realizar en Valencia simultáneamente al citado "encuentro".
Denunciamos el apoyo que las Administraciones Públicas están ofreciendo a la secta religiosa mayoritaria, así como la utilización abusiva de los espacios colectivos por parte de la Iglesia Católica, y reclamamos el derecho a expresar libre y abiertamente nuestra repulsa al agasajo multitudinario que se ofrecerá a Benedicto XVI, representante máximo de una de las organizaciones religiosas que más daño ha infringido a los valores de la razón y de la libertad a lo largo de su sangrienta historia.
Las Jornadas Ateas pretenden enfocarse como la reivindicación de un espacio ciudadano ajeno por completo absolutismo ideológico representado por las creencias religiosas. La creación de diversas zonas "libres de religión" en la ciudad puede acompañarse con la celebración de charlas, debates, concentraciones, lectura de manifiestos, presentación de declaraciones de apostasía, exposiciones, actuaciones en directo y otras diversas actividades culturales.
Todo está por determinar. Hacemos este llamamiento a colectivos e individuos que se identifiquen con el compromiso de una sociedad realmente libre e independiente de cualquier tipo de ficciones metafísicas. Estamos convencidos de que las instituciones religiosas no son sino instrumentos de dominación y sometimiento, enemigas de la libertad y de la ciencia. Pensamos, pues, que ante el fasto del recibimiento previsto al monarca vaticano, que ante la manifestación de medievalismo que oscurecerá a la ciudad durante esas fechas, es preciso demostrar, precisamente ahora, nuestra firme postura de condena hacia la barbarie.
Para contactar: info@federacionatea.org
Página de la FIDA: http://www.federacionatea.org Página del EMF2006: http://www.emf2006.org/es/index.php
Marrakech, 30 de enero de 2006.
“Islam” significa, literalmente, “sumisión”. Sumisión al ídolo máximo y celoso de sí mismo, al “omnipotente” y “omnipresente” Aláh. Pero, también, y principalmente, sumisión a un código impositivo, a un conjunto de referencias transmitidas y de comportamientos heredados que constituyen la cárcel del creyente. Aquí, la norma no viene impuesta por una jerarquía, ni siquiera es necesario. Basta con la presión cultural, con la presencia totalitaria de la arquitectura, del urbanismo, de la geometría. El corazón del Islam reside en la promesa, en la justificación póstuma de la realidad. Desarraigar esta psicopatía sólo será posible con una transformación profunda de las mentalidades, derivada principalmente de una educación laica.
Tras el aparente caos de los zocos, subsiste una matemática y un ritmo, un sentido colectivo de la existencia. Los organismos aparecen como habitáculos de la ideología dominante, responden al unísono, se relacionan, se mezclan y se funden unos con otros como en un espejismo. El recorrido laberíntico de las callejuelas, la presencia ineludible de las especias, del estiércol, de la multitud, la práctica compulsiva del comercio y la negociación, el zumbido constante de las conversaciones públicas, no desdicen la persistente homogeneidad de esta civilización medieval.
Todo, aquí, responde a la necesidad de mantener férreamente unida a la Ummah, la comunidad de los crédulos. Verticalmente organizada, basada en relaciones de sometimiento y adulación, la sociedad musulmana eleva su monoteísmo al grado de normativa legal, de absoluta concordancia entre los cuerpos y los signos. La religión se incrusta en el individuo a través de la norma y de la etiqueta. Un acto tan simple como la alimentación se regula con la interdicción de utilizar la mano izquierda, con el tabú del cerdo y del alcohol. La amputación genital practicada en los niños integra a la víctima en el cuerpo social. La genuflexión diaria quintuplicada y la letanía de los almuecines construyen una atmósfera en la que la identidad desaparece, se desintegra, queda anulada en favor de la colectividad, se orienta simbólicamente en dirección a la piedra negra y la tumba de su profeta.
Quizá de ahí provenga parte del éxito de la expansión del Islam, de su condición de posibilidad para una integración radical del individuo en un organismo más vasto, más vectorial y concreto. La autoridad ya ni se impone, está interiormente asumida. El musulmán ortodoxo no es racista, pero desprecia hondamente al extranjero, al “bárbaro” no sometido, al idólatra y al ateo. Su entendimiento es visceral, corresponde a un sentimiento cardíaco, se protege contra la intromisión de la novedad.
Los valores “positivos” de este conglomerado ideológico son evidentes: la interiorización de la norma impide los grandes conflictos, la voluntad de Allah es el orden oculto que transpira tras cada acontecimiento. Nihil obstat, pues, para una ordenación sistemática de las vidas y de las conciencias. Se fomenta entonces que el pueblo sometido, encontrando una justificación y un consuelo a su desgracia en la normativa religiosa del Islam, reaccione unido contra el demonio occidental que osa burlarse de su Profeta, y se abstenga así de alzarse contra los responsables reales de su triste situación.