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Islam
Marrakech, 30 de enero de 2006.
“Islam” significa, literalmente, “sumisión”. Sumisión al ídolo máximo y celoso de sí mismo, al “omnipotente” y “omnipresente” Aláh. Pero, también, y principalmente, sumisión a un código impositivo, a un conjunto de referencias transmitidas y de comportamientos heredados que constituyen la cárcel del creyente. Aquí, la norma no viene impuesta por una jerarquía, ni siquiera es necesario. Basta con la presión cultural, con la presencia totalitaria de la arquitectura, del urbanismo, de la geometría. El corazón del Islam reside en la promesa, en la justificación póstuma de la realidad. Desarraigar esta psicopatía sólo será posible con una transformación profunda de las mentalidades, derivada principalmente de una educación laica.
Tras el aparente caos de los zocos, subsiste una matemática y un ritmo, un sentido colectivo de la existencia. Los organismos aparecen como habitáculos de la ideología dominante, responden al unísono, se relacionan, se mezclan y se funden unos con otros como en un espejismo. El recorrido laberíntico de las callejuelas, la presencia ineludible de las especias, del estiércol, de la multitud, la práctica compulsiva del comercio y la negociación, el zumbido constante de las conversaciones públicas, no desdicen la persistente homogeneidad de esta civilización medieval.
Todo, aquí, responde a la necesidad de mantener férreamente unida a la Ummah, la comunidad de los crédulos. Verticalmente organizada, basada en relaciones de sometimiento y adulación, la sociedad musulmana eleva su monoteísmo al grado de normativa legal, de absoluta concordancia entre los cuerpos y los signos. La religión se incrusta en el individuo a través de la norma y de la etiqueta. Un acto tan simple como la alimentación se regula con la interdicción de utilizar la mano izquierda, con el tabú del cerdo y del alcohol. La amputación genital practicada en los niños integra a la víctima en el cuerpo social. La genuflexión diaria quintuplicada y la letanía de los almuecines construyen una atmósfera en la que la identidad desaparece, se desintegra, queda anulada en favor de la colectividad, se orienta simbólicamente en dirección a la piedra negra y la tumba de su profeta.
Quizá de ahí provenga parte del éxito de la expansión del Islam, de su condición de posibilidad para una integración radical del individuo en un organismo más vasto, más vectorial y concreto. La autoridad ya ni se impone, está interiormente asumida. El musulmán ortodoxo no es racista, pero desprecia hondamente al extranjero, al “bárbaro” no sometido, al idólatra y al ateo. Su entendimiento es visceral, corresponde a un sentimiento cardíaco, se protege contra la intromisión de la novedad.
Los valores “positivos” de este conglomerado ideológico son evidentes: la interiorización de la norma impide los grandes conflictos, la voluntad de Allah es el orden oculto que transpira tras cada acontecimiento. Nihil obstat, pues, para una ordenación sistemática de las vidas y de las conciencias. Se fomenta entonces que el pueblo sometido, encontrando una justificación y un consuelo a su desgracia en la normativa religiosa del Islam, reaccione unido contra el demonio occidental que osa burlarse de su Profeta, y se abstenga así de alzarse contra los responsables reales de su triste situación.
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