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Unos, como Monteiro de Castro, nuncio papal en España, ejercitan la astucia diplomática encogiéndose de hombros y acusando a la prensa de “demagógica” por publicar casi todos los días casos de pederastia relacionados con su Santa Madre. “Nos sentimos discriminados”, ha dicho. “¿Por qué la Iglesia tiene que pagar, y otras entidades no?”. Nadie está libre de pecado, es cierto. El Sr. Monteiro no ve diferencia alguna entre un delito cometido por un rijoso sacerdote y el mismo cometido por un rijoso sindicalista, un rijoso panadero o un rijoso artista de circo. O sí, ya que para los suyos exige comprensión y respeto, y al resto que se los lleven los diablos. ¿No se llama a eso victimismo?
Otros exhiben no menos ingenuas alegaciones, lamentablemente no tan aisladas como se creería. El obispo auxiliar de México DF, Marcelino Hernández, alardea de que a los guadalupanos como él les cuida la Virgen María para que no hagan cosas así de graves, de manera que no pasan de “tocamientos” que no hacen mal a nadie. “Nosotros sólo manoseos, nunca violaciones”. Así que miraremos a otro lado, Marcelino, puesto que la suerte de esos guapos chamaquitos es nadería y humo comparada con la ofensiva que la Iglesia mexicana ha emprendido estos días contra el Estado laico.
Sin embargo, no se han escuchado muchas opiniones de la CEE relativas a la generosidad de Mahony, porque el asunto incomoda, y porque el cardenal Rouco Varela, en tanto que Arzobispo de Madrid, ha sido condenado a su vez al pago de 30.000 euros –una bagatela en comparación, sin duda- como responsable civil subsidiario de los pecadillos de carne del cura Rafael S. N., por tratar de protegerle y de ocultar los hechos. Su colega de Calahorra y Logroño, monseñor Omella, al parecer abocado en exceso a los divinos néctares riojanos, ha afirmado que su Santa Madre es “acosada” por ciertos “lobbies” (infernales, ateos, judeomasónicos y marxistas, como es natural), que buscan destruirla y poner en duda la honradez de sus funcionarios. Y que esos miles de denuncias –aisladas- contra curas abusadores y obispos encubridores no son más que excusa y truco para atacar a la Iglesia. Según el retórico Felipe Aguirre, Arzobispo de Acapulco, existe una “clerofobia jacobina”, orquestada y guiada por sectas siniestras y protestantes. Santa y muy pura, la ICAR sigue siendo ejemplo máximo de corporativismo, de extorsión, de gremialismo y de absoluta desfachatez. Y “quien diga que no peca, miente”.
Miente como Norberto Rivera, que tras la reclamación de “mayores libertades” y escudándose en el ejercicio de “los derechos democráticos de la ciudadanía”, esconde la pretensión de legalizar sus prebendas, injerencias y privilegios, transformando al Estado laico en un patio abierto a sus prácticas delictivas. Miente como sus abogados católicos, dispuestos a exorcizar el derecho y a sanearlo de impurezas juaristas. Miente como quienes inventan una memoria histórica “alternativa”, y como aquellos otros que dicen “amor”, “paz” y “verdad” para expresar odio, guerra y culto a la muerte. La mentira es el lenguaje del clero, su mayor fortaleza.
La Nueva Edad Media es así. En su médula habitan extraños circuitos y engranajes, empeñados en reescribir la historia. Surgen pequeños predicadores, poblados marianos, procesiones de oprobio y desagravio, anillos de virginidad, flagelantes, neo-paganos y posesos, revisionistas, cruzados, milenaristas, terroristas del creacionismo, injuriadores de la Corona, brujos, grimorios, “lobbies” ocultos y aguerridos blasfemos. Lo ha dicho el sabio vidente Cañizares, citando a Herr Ratzinger: “el futuro del mundo está en san Benito”. Para otros salvajes y adalides del miedo, sin embargo, el monaquismo hipertrofiado al que aspiran apesta a Yihad, y se presenta como el imperio total de su imaginario Molok y del profeta ladrón y pederasta que lo anunció. El terror se ha instituido; el futuro ya ha llegado.
¿Malos tiempos para un ateísmo radical? Los desafíos son múltiples y su evidencia devastadora. “Retomemos la antorcha de Voltaire y de las Luces –ha escrito Michel Onfray- para luchar contra las religiones”. Si bien no osaremos acceder al “paraíso celestial”, sí al menos aspiraremos a un espacio social, bien terreno, de libertades, en el que se den las condiciones que favorezcan el desarrollo de actitudes éticas e intelectuales post-cristianas, y en el que la razón y la voluntad de acabar con el pensamiento mágico impregnen las conciencias. Rescatar finalmente a la cultura y a los individuos contemporáneos de su lóbrego encierro medieval es la labor de las nuevas Luces.
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