Durante su viaje a Roma, el pasado diciembre, el conservador Nicolas Sarkozy preconizó el concepto de una "laicidad positiva", según la cual el Estado y las organizaciones religiosas deberían mantener un compromiso de colaboración permanente, en aras del equilibrio social y de la reivindicación del pensamiento religioso como factor de integración.
Consideradas estratégicamente por la derecha (y, por supuesto, por un amplio sector de la izquierda domesticada, representada hoy en Francia por Max Gallo o Régis Debray) como un bien cultural que debe ser protegido y reforzado, las religiones -en especial la católica- ven en esta ofensiva de los neoconservadores un espacio dúctil para afianzar sus objetivos de restauración ideológica. "La laicidad no es contradictoria con la fe", dijo Ratzinger a los periodistas minutos antes de ser agasajado en Orly por el Presidente y por la modelo Carla Bruni. En un encuentro privado con Sarkozy en el Palacio del Elíseo, el Papa alemán elogió a Francia por las "profundas raíces cristianas de su cultura" y por el "diálogo sereno entre fe y poder" que caracteriza, presuntamente, a la República, a lo que el mandatario dos veces divorciado respondió que sería un disparate o una locura que Francia ignorara su larga historia de "pensamiento cristiano".
Acierta Andrés Pérez, en el diario Público de ayer, al reconocer los intereses que están aquí en juego. Por un lado, Ratzinger necesita reconquistar una Francia donde ya nadie va a misa. Por otro, Sarkozy desea reconfesionalizar a las clases populares de su país.
Cuando estuvo al frente del Ministerio de Interior y Cultos, Sarkozy aumentó sustancialmente los fondos destinados a la religión católica. Ahora, el mensaje de Benedicto a los franceses elogia la descarada trampa de la "sana laicidad" (esa especie de confesionalismo abonado para la especulación y el expolio eclesiástico), y les exhorta a "huir de los ídolos" y a someterse a la protección mariana. Tal como un clavo quita otro clavo, la Theotokos de Lourdes se quiere redentora del dios dinero, y el programa evangelizador de la cruzada vaticana contra la Europa pagana y democrática se incrusta, por fin, en la cuna del laicismo.
Ambos, el presidente beodo y el estratega alemán, anhelan una Francia confesa, hija amada de la Iglesia y emblema de una nueva época feudal en la que resurjan las apariciones, los milagros y la devoción mágica. Ambos, el poder y la fe, ensamblados en un abrazo teocrático enemigo de la crítica, de la inteligencia y de la emancipación social. Éste, y no otro, es el plan universal del clero, sea católico, neoprotestante o musulmán. Desplazando al laicismo, transformándolo en la caricatura de la "sana laicidad", el ex-inquisidor supremo o sumo encubridor intenta llevar a cabo la misión que la Iglesia se ha asignado durante siglos: la conquista del espacio público y privado en su totalidad.
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Hace 3 horas
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